sábado, 5 de diciembre de 2009

Era otra noche,

una ciudad cualquiera, un concierto más, intuía que del final de aquella gira, aunque no sabía cuantos le quedaban por dar, ni el tiempo llevaban rodando. Un par de meses, tal vez más, quizás hiciera ya medio año que empezó la promoción de su tercer disco por salas pequeñas que no solía llenar.


Se subió al escenario y empezó a tocar lo que sabía. Ya hacía tiempo que recitaba sin sentir nada, cantando lo que se aprendió leyendo en los cuadernos que había escrito el año anterior, casi siempre en los largos viajes en furgoneta. Aquellas palabras le resultaban tan ajenas que bien podía estar leyendo El Quijote como un manual de intrucciones.
No recordaba cuando escribió su primer verso, pero se acostumbró a hacerlo porque era de las pocas cosas que no le costaban. Firmar contratos abusivos con discográficas mediocres que no le recompensaban el esfuerzo que aquel oficio merecía era el precio a pagar por llevar una vida relativamente fácil, a golpe de carretera durante las giras o de libreta y guitarra en los periodos de inspiración, muchas veces solapados entre sí. No tenía que pensar dónde estaría mañana, y muchas veces se levantaba sin saber en qué hotel estaba.

Acostumbraba a mirar al público, pero no solía ver personas.
Veía grupos de gente que coreaban lo que un día él compuso, las mismas parejas que se besaban en las baladas, idénticos grupos de treintañeros que llegaban de sus trabajos directamente, aún incluso con sus corbatas puestas y los mismos adultos que sabía que se preciarían ante sus hijos de entender de música por asistir a su concierto.
Todas las caritas lindas de la primera fila le parecían iguales, mitad niñas mitad mujeres que se sabían sus letras mejor que él, y que le lanzaban cartas que ya no leía porque siempre ponían lo mismo. Le agradecían su existencia, y le contaban lo importante que era su música para ellas, las historias que habían vivido con sus melodías y el significado que le encontraban a sus letras, siempre mucho más auténtico y sincero del que él les daba.
Lo que ninguno de todos ellos sabía es que a partir del segundo disco aquél hombre con nombre común y apellido corriente componía sin implicación alguna, que juntaba palabras que quedaban bien sobre acordes simples.
Y el resultado eran canciones que siempre hacían referencia a mujeres anónimas a las que él les ponía un nombre u otro, sin más complicación. Siempre aludía al mar, pese a haber nacido tierra adentro, hablaba de refugios e huidas y buscaba símiles para los labios de ella.
Le decían que tenía un don, pero él lo consideraba más bien una herramienta para ganarse la vida.

Llevaba algo más de media hora tocando y paró para beber de su cerveza y aclararse la voz. Su bajista le guiñó un ojo y el batería le miró con complicidad, querían decir que la cosa marchaba. Bien podía haber sido un desastre que no se hubiera dado cuenta, pero se fijó y el público parecía contento.
Cogió de nuevo la guitarra y observó por primera vez el local. Era una sala pequeña, una especie de café teatro con dos barras y una zona de gradas en la parte superior. Enfrente de sí estaba la mesa, controlando el sonido y la iluminación y a la izquierda había una puerta que intuía que serían los servicios o la sala de personal.


Y entonces, la vió.
Entrando por aquella puerta.
Fue una fracción de segundo, pero no le cupo la menor duda, era ella.
Toda la quietud de los últimos meses se le escapó de repente.
Aquél perfil le removió por dentro tanto como hubo removido su vida tres años atrás.

Seguía cantando y tocando, pero su parte consciente sólo la buscaba con desesperación entre los rostros de las ciento cincuenta personas allí reunidas.
Enlazaba una canción con otra pero su cuerpo aún vibraba como las cuerdas que rasgaba, incapaz de ver otra cosa que aquél pelo corto y aquellos labios perfilados de un color chillón, casi naranja.

Miró el set list y tocó los primeros acordes de la que fue la canción que le dió el relativo éxito que había conseguido.
Oyó al público silbar y aplaudir.
Y por primera vez en mucho tiempo, se le erizó el vello con una canción.
Se trasportó a aquella mañana, vió la luz que entraba entre las rendijas de la persiana, olió su piel y acarició su mano dormida.
Cerrando los ojos, se acordó de porqué estaba allí, de qué le había empujado a subirse a un escenario y del momento en que decidió que tenía que hacer algo para capturar aquello.
Y como, con ella dormida frente a él, tumbado y a oscuras, compuso aquella canción, letra y música, en su cabeza. Elaboró cada verso mientras la miraba y juntó cada acorde mentalmente para fijarlos a fuego dentro de sí.
...



Epílogo:
Aquel concierto supuso un antes y un después para su vida. Obtuvo las mejores críticas de su carrera y se mantuvo en la mente de los que asistieron para siempre, prusumiendo éstos de haber acudido al que se consideraría después inicio oficial de un estrellato.
Nunca dijo a la prensa qué tuvo de especial aquél concierto, y hoy, decenas de discos después, sigue escribiendo sobre huidas y refugios y sobre unos labios que al besarlos saben a mandarina.

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